Bellaco renegué aquel deseo
de reflejarme en sus ojos,
sofoqué la gana de oler su vellosidad.
Me refugié ahí,
donde nadie pudiera
refregarme en el alma
el amor que sentí.
Me parapeté, desde el rencor,
en el pulcro sitial
que tenían reservado
para poder señalarme,
mofarse y despreciarme.
Emprendí el recto sendero
y mi figura se hinchó,
elevándose sobre
vuestro nacimiento y
sobre vuestra muerte.
Me valí del miedo
y sin remordimiento,
penetrando en los lechos,
violenté así la esencia
de vuestra natura humana
Secuestré vuestros deseos,
y salpicándoles mi candor,
los transformé en feca,
en angustiosa vergüenza.
Relamiéndome la saliva,
que cae sobre vuestro sexo,
cubrí con placas de plomo
un nicho de duro pesar
para vuestra osada libertad.
Entonces, ustedes
se sometieron frente
al oscuro ajuar de mi bondad,
mientras yo tendía mi mano
a recibir vuestro devoto beso.
Me lo entregaron todo
y les arrebaté mucho más.
Ahora con humildad,
austero ostento mi oro,
mis diamantes y,
sonrío beato, alzando
las blancas manos al cielo.
Venid a mí,
abridme las puertas
de vuestra entrepierna
que sellaré y marchitaré
con este ardiente crucifijo.
Arrastraos después
hasta el umbral de mi morada,
caminad ensangrentando
vuestras rodillas.
¡Oídme y obedecedme!
Oídme sí,
en la penumbra
del espiritu santo,
inclináos y rezad,
mientras en secreto
yo,
con mi blanca mano
acaricio el miembro suave
del niño Jesus.
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