martes, 17 de junio de 2008

Bellaco renegué aquel deseo

de reflejarme en sus ojos,

sofoqué la gana de oler su vellosidad.


Me refugié ahí,

donde nadie pudiera

refregarme en el alma

el amor que sentí.


Me parapeté, desde el rencor,

en el pulcro sitial

que tenían reservado

para poder señalarme,

mofarse y despreciarme.


Emprendí el recto sendero

y mi figura se hinchó,

elevándose sobre

vuestro nacimiento y

sobre vuestra muerte.


Me valí del miedo

y sin remordimiento,

penetrando en los lechos,

violenté así la esencia

de vuestra natura humana


Secuestré vuestros deseos,

y salpicándoles mi candor,

los transformé en feca,

en angustiosa vergüenza.


Relamiéndome la saliva,

que cae sobre vuestro sexo,

cubrí con placas de plomo

un nicho de duro pesar

para vuestra osada libertad.


Entonces, ustedes

se sometieron frente

al oscuro ajuar de mi bondad,

mientras yo tendía mi mano

a recibir vuestro devoto beso.


Me lo entregaron todo

y les arrebaté mucho más.


Ahora con humildad,

austero ostento mi oro,

mis diamantes y,

sonrío beato, alzando

las blancas manos al cielo.


Venid a mí,

abridme las puertas

de vuestra entrepierna

que sellaré y marchitaré

con este ardiente crucifijo.


Arrastraos después

hasta el umbral de mi morada,

caminad ensangrentando

vuestras rodillas.


¡Oídme y obedecedme!


Oídme sí,

en la penumbra

del espiritu santo,

inclináos y rezad,

mientras en secreto

yo,

con mi blanca mano

acaricio el miembro suave

del niño Jesus.

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